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Viernes 29 de Marzo 2024

La heroica muerte de Miguel Hidalgo

 

La muerte de Miguel Hidalgo, también conocido como el Padre de la Patria, tuvo lugar el 30 de julio de 1811 en Chihuahua.


El último día o la muerte de Miguel Hidalgo

La muerte de Miguel Hidalgo ocurrió el 30 de julio de 1811 en Chihuahua. Según se cuenta, salió para Aguascalientes y tomó el rumbo para Zacatecas. De Zacatecas, Hidalgo fue por las Salinas, el Venado, Charcas, Matehuala y el Saltillo.

Aquí se determinó que los jefes principales, con la mejor tropa y el dinero, partiesen para los Estados Unidos. Ya puestos en camino, los hicieron prisioneros los realistas el 21 de marzo en las Norias del Baján o Acatita del Baján. A Hidalgo lo llevaron a Monclova; de allí salió el 26 de marzo por el Álamo y Mapimí y el 23 entró en Chihuahua.

Se procedió luego a la formación del proceso, y el 7 de mayo se le tomó la primera declaración. El carácter eclesiástico de Hidalgo hizo que se demorase su proceso más que el de sus compañeros. La sentencia de degradación se pronunció el 27 de julio y el 29 se ejecutó en el Hospital Real donde Hidalgo estaba preso.

El Consejo de Guerra condenó al reo a ser pasado por las armas; no en un paraje público como sus compañeros, y tirándole al pecho y no a la espalda, por lo que pudo conservar la cabeza. Oyó Hidalgo la sentencia con calma y se dispuso a morir.

El último día del Padre de la Patria

Su último día se describió así: “Vuelto a su prisión, le sirvieron un desayuno de chocolate, y habiéndole tomado, suplicó que en vez de agua se le sirviese un vaso de leche, que apuró con extraordinaria muestra de apetecería y gustaría”. Un momento después se le dijo aviso que había llegado la hora de marchar al suplicio; lo oyó sin alteración, se puso en pie y manifestó estar pronto a marchar.

Salió, en efecto, del odioso cubo en donde estaba, y habiendo avanzado quince o veinte pasos de él, se paró por un momento, porque el oficial de la guardia le había preguntado si alguna cosa se le ofrecía que disponer por último; a esto contestó que sí, que quería que le trajesen unos dulces que había dejado en sus almohadas: los trajeron en efecto, y habiéndoles distribuido entre los mismos soldados que debían hacerle fuego y marchaban a su espalda.

De esta forma, los alentó y confortó con su perdón y sus más dulces palabras para que cumpliesen con su oficio; y como sabía muy bien que se había mandado que no disparasen sobre su cabeza, y temía padecer mucho, porque aún era la hora del crepúsculo y no se veían claramente los objetos, concluyó diciendo: “La mano derecha que pondré sobre mi pecho, será, hijos míos, el blanco seguro a que habéis de dirigiros”.

El banco del suplicio

“El banco del suplicio se había colocado allí en un corral interior del referido colegio a diferencia de lo que se hizo con los otros héroes, que fueron ejecutados en la plazuela que queda a la espalda de dicho edificio, y donde hoy se encuentra el monumento que nos lo recuerda, y la nueva alameda que llevó su nombre”.

Enterado el Hidalgo del sitio a que se le dirigía, marchó con paso firme y sereno, y sin permitir se le vendasen los ojos, rezando con voz fuerte y fervorosa el salmo Miserere me llegó al cadalso, le besó con resignación y respeto.

No obstante algún altercado que no le hizo para que se sentase la espalda vuelta, tomó el asiento de frente, afirmó su mano sobre el corazón, les recordó a los soldados que aquél era el punto donde le debían tirar, y un momento después estalló la descarga de cinco fusiles, uno de los cuales traspasó efectivamente la mano derecha sin herir el corazón.

Las últimas oraciones

“El héroe, casi impasible, esforzó su oración, y sus voces se acallaron al detonar nuevamente otras cinco bocas de fusil, cuyas balas, pasando el cuerpo, rompieron las ligaduras que lo ataban al banco, y cayendo el hombre en un lago de sangre, todavía no había muerto; otros tres balazos fueron menester para concluir aquella preciosa existencia, que hacía más de 50 años que respetaba la muerte”.

Apenas había nacido el sol cuando ya se había puesto a la espectación pública, sobre una silla y en una altura considerable, y precisamente a la parte exterior de su cabeza, con las de Allende, Aldama y Jiménez se pusieron en jaulas de fierro en los ángulos de la Alhóndiga de Granaditas de Guanajuato. El cuerpo tuvo sepultura en la tercera orden de San Francisco de Chihuahua, y en 1824 se trajeron el tronco y la cabeza a México, para enterrarlos con gran solemnidad.